Espejito, espejito mágico…
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Suena el despertador, el Cielo murmura algo, me da medio beso y se arrebuja en el edredón. Me levanto de la cama, aún dilucidando si no debería haber solicitado un tiempo de gracia de cinco minutos más, pero ya estoy en el baño, frente a mí, en el espejo.
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Cuento las prendas que llevo sobre el brazo, esperando paciente y decidiendo cuál me pondré primero; sonrío a la dependienta que retira la cortina del probador y la cierra tras mi paso. Dos minutos, tres metros cuadrados, y ya tengo organizados bolso, ropa que traía, ropa que ya veremos si me llevo. Subo la cremallera y tiro de la falda del vestido hacia abajo, pasando las manos por la tela para asegurarme de que no ha quedado ningún pliegue. Levando la vista para ver el resultado final y ahí estoy, frente a mí, en el espejo.
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Semáforo en verde. Espero a que los coches se detengan y cruzo la calle a paso vivo. Camino ‘enmimismada’ observando los pasos de mis zapatos y una ráfaga de viento me distrae. Levanto la vista, giro la cabeza y veo que entre mis zapatos andantes y mi cabeza pensante, el cristal oscuro de un gran edificio de oficinas revela que hay un cuerpo; el reflejo devuelve mi mirada sorprendida, frente a mi, en el espejo.