Espejito, espejito mágico…

Suena el despertador, el Cielo murmura algo, me da medio beso y se arrebuja en el edredón. Me levanto de la cama, aún dilucidando si no debería haber solicitado un tiempo de gracia de cinco minutos más, pero ya estoy en el baño, frente a mí, en el espejo.

Cuento las prendas que llevo sobre el brazo, esperando paciente y decidiendo cuál me pondré primero; sonrío a la dependienta que retira la cortina del probador y la cierra tras mi paso. Dos minutos, tres metros cuadrados, y ya tengo organizados bolso, ropa que traía, ropa que ya veremos si me llevo. Subo la cremallera y tiro de la falda del vestido hacia abajo, pasando las manos por la tela para asegurarme de que no ha quedado ningún pliegue. Levando la vista para ver el resultado final y ahí estoy, frente a mí, en el espejo.

Semáforo en verde. Espero a que los coches se detengan y cruzo la calle a paso vivo. Camino ‘enmimismada’ observando los pasos de mis zapatos y una ráfaga de viento me distrae. Levanto la vista, giro la cabeza y veo que entre mis zapatos andantes y mi cabeza pensante, el cristal oscuro de un gran edificio de oficinas revela que hay un cuerpo; el reflejo devuelve mi mirada sorprendida, frente a mi, en el espejo.

Normalmente me miro al espejo de manera funcional y no me veo. Soy capaz de trazar la línea del ojo o recogerme el pelo sin darme cuenta de que tengo restos de pasta de dientes en la barbilla, o que no llevo pendientes.

A veces, sin embargo, me miro detenidamente: sonrío, improviso algún gesto muy mío o hago una mueca. Intento adivinar cómo el resto del mundo percibe a una Ana en movimiento de la que nunca soy testigo, porque siempre estoy «de este lado» de mí :)

Y otras, cada vez más con el paso del tiempo, me miro directamente a los ojos. Busco, entrecerrándolos, esa parte de mí que no es fácilmente visible, una que no se deja engañar por la apariencia que devuelve el espejo porque revela quién soy en realidad. Hay espejos que no suelen colgar de ninguna pared…

Uno de ellos lo sostiene la Supernova. Tiene un marco pesado, un tanto barroco, y la imagen que devuelve no es siempre nítida. Tengo en este espejo la facultad de estar a ambos lados: desde uno de ellos es mi mirada la que devuelve el reflejo; desde el otro, es la del Cielo la que lo hace. Es un espejo que me incomoda, que me devuelve otra visión de las cosas que hago como madre de los Soles y mujer que un día fui del Cometa.

«Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más perfecta del reino, la que siempre tiene razones y todo lo hace bien?» No importa mucho la actitud, la estrategia o el pequeño desdén que tenga yo con el Cometa, el espejo siempre me justifica y me responde «Tú, mi señora.»

Pero al tiempo el espejo gira 180 grados y va a servir a su otra señora, y yo me quedo, tomando la mano al Cielo, en su cara opuesta. Para el Cielo no es un espejo, es sólo un cristal más o menos translúcido según la situación, que está entre él y la Supernova; para mí, sin embargo, a veces el cristal se solidifica y me devuelve una imagen de mí misma. Ambas entendemos y afrontamos la vida de manera muy diferente, y ver mi imagen suele desconcertarme.

A veces es un reflejo de algo inesperado, algo en lo que yo no imaginaba ver mi imagen borrosa, pero no hay duda: soy yo, sorprendida, la que me contempla al otro lado. ¿De verdad hice esto o dije aquello? ¿Por qué entonces parecía muy razonable y ahora carente de toda lógica?

Otras veces veo mi imagen nítidamente, especialmente si es un día en que el espejo tiene una pátina de maternidad. En esas ocasiones, el límite del espejo desaparece y compartimos, sin ser muy conscientes, un mismo universo.

Hay momentos en que para mí tampoco hay espejo, tan sólo cristal, y si bien el Cielo es partícipe, yo sólo soy su compañera. Pero puede ocurrir que, pasado un tiempo, la situación vivida por ella se me presente a mí, y entonces veo su reflejo en un charco sobre la acera, frente a la puerta del horno, en cualquier superficie improvisada en la que el espejo pueda conjurar su magia.

También hay ocasiones en las que a través del cristal veo rasgos valientes, admirables y, aunque a veces cuestione los motivos, estoy deseando que el cristal se tinte de plata y devuelva también mi reflejo…

Podría parecer un espejo maldito más que mágico, pero con el tiempo la desazón que me causaba juzgarme a mí misma continuamente, se ha convertido en la oportunidad de verme con otros ojos, de aprender, de poder definir quién y cómo quiero ser. Y también he aprendido que no debo estar siempre pendiente del espejo, porque a veces, aunque lo parezca, no refleja la realidad.

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