Amor propio

Hace mucho que sé que, como otras cosas, el amor perfecto no existe; cada «te quiero» lleva encerrado un «quiero a ti» que no sólo da, sino que pide y, francamente, perfecto o no, creo que está bien así.

Cuando nacieron los Soles pensé que lo había encontrado, que daba todo el amor había en mí (más del que nunca había imaginado que cupiese en un corazón) y no pedía nada a cambio, pero mira, no: he pasado de conformarme con una ‘sonrisa de cantarito satisfecho‘ después de mamar, a pedirles que recojan los juguetes, pongan la mesa, cuelguen sus abrigos, ayuden con la cena y se sienten derechos (madre mía, ¡y el post del Ayudante de Mamá aún sin escribir!) pero me parece que así es un amor bastante perfecto, porque no sólo cuido yo de ellos, sino que les enseño a cuidarse y así nos cuidamos todos. Confío en estar enseñandoles a amar…

Como media naranja, he sido de las de enamorarse hasta la médula: siempre he querido mucho, pero ahora estoy queriendo mucho y bien. Y, paradojícamente, el bien me lo ha dado un equilibirio entre dar y recibir, que yo he aprendido a pedir y que un Cielo generoso me da… Y no sólo me da amor del bueno, ternura, risas, me cuida, comparte lavadoras, momentos maravillosos y algún que otro disgusto, sino que además se levanta conmigo a deshoras para acompañarme a fotografiar el amanecer, y se duerme entre aporreo de teclas y punteos de ratón. Puede estar bien seguro de que está enseñándome a amar… (y viveversa ;)

amanecer en el escorial

Mi historia de amor con las Estrellas ha sido diferente. No tenía forma de saber cómo iba a ser este sentimiento: ninguna poesía, historia o película previas que canten al amor de madrastra, así que en cuanto aparté un puñado de dudas y algún que otro miedo, sólo tuve que darles la mano y empezar juntas a caminar. En nuestra receta, uno de los pasos más importantes para la preparación de la Refamilia fue el conocernos sin etiquetas: quedábamos las dos minifamilias primero para dar un paseo, unas semanas después para pasar la tarde en una de las dos casas, al mes pasamos el fin de semana improvisando camas, en verano juntos parte de las vacaciones… Esta cocción, que tan en su punto iba a dejar a los niños, nos acabó dejando tiernitos también a los mayores, y así, sin ser ‘-astras‘, pasaron poco a poco a ser mis astros, y yo su Ana :) Juntas hemos aprendido a amar…

Me siento muy afortunada por estar viviendo esta etapa de mi vida, y aún más por ser consciente, pero las cosas no siempre han sido así y cuando no sentimos que el amor nos arrope desde fuera, nos lo creamos uno propio desde dentro para mantener la ilusión de calor…

El amor propio suele ser un buen amigo, pero incluso los buenos amigos a veces beben más de la cuenta y nos ponen en situaciones un tanto surrealistas.

Y durante el proceso de divorcio, el amor propio se bebe hasta el agua de los floreros que, de pronto, tienes que repartir…

Todo ese amor que ya no puedes dedicar a la persona que aparece junto a ti en el libro de familia: de pronto no sabe a dónde ir, está perdido, echando de menos aquel otro amor que recibía… y se dedica a quererte a ti. Tú necesitas ese amor para salir del agujero en el que estás, para volver a verte no a través de los ojos del otro, que están ciegos de desamor, sino de los tuyos propios. Necesitas ese amor propio para reconstruirte, para afrontar tu nueva vida con tus hijos, esos que te siguen queriendo por lo que eres para ellos.

Y es que a tus hijos les da igual si estás enamorado, si siempre te toca a ti encargarte de todo o incluso con quién te acuestas… aunque al final somos una única persona, a ellos lo que les preocupa es que les quieras, que juegues con ellos y que les abraces fuerte. Uno puede ser un desastre de pareja (para una persona, no para todas ;) y a la vez un padre fantástico para sus hijos.

Cuando uno se está repartiendo los floreros y le toca contar a sus hijos que ahora este florero estará en casa de mamá y este otro en casa de papá, el amor propio también quiere contar sus cosas: cosas de floreros rotos. Cosas como quién no lo limpió, o quién no le repuso el agua para que las flores no se marchitasen, o quién lo rompió finalmente…

Pero el que no lo rompió no suele darse cuenta de que quizá no regó las flores de su interior, o no lo hizo de la forma que las flores necesitaban (y cada flor necesita unos cuidados diferentes). Por su parte, el que no le quitó el polvo quizá empezó a limpiarlo con una sustancia corrosiva, en vez de poner una nota diciendo «riégame»… Es difícil saber por qué se acaba el amor, pero nunca es uno solo el responsable, por mucho que ambos se sientan agraviados.

Y si no lo sabemos ni nosotros, ¿por qué sentimos la necesidad de aclarar a nuestros hijos que nosotros no tenemos ‘la culpa’ de habernos descasado? ¿De verdad a ellos les va a servir de algo en su nueva vida? Es más ¿van a entender algo de todo este rollo de amores que van y vienen y floreros empolvados que se rompen?

Yo creo que ellos necesitan saber que no son los culpables de que el florero haya acabado en el suelo, y necesitan que sus padres les aparten de allí, para que no se claven ningún cristal roto.

Contarles lo mucho que los queremos, que seguimos siendo sus padres aunque no seamos pareja, que estamos tristes por lo que se ha roto -pero que estaremos bien-, que tenemos que aprender a vivir de forma diferente -pero que estaremos todos-, no es pasar por el aro: es apartar a tus hijos de los cristales y llevarles a una zona segura. Ya tendremos tiempo de contarles por qué a veces las cosas se rompen, ya lo preguntarán ellos cuando quieran saberlo, cuando estén preparados, cuando estén llenando de amor su propio florero.

 

Este post surge porque el Cielo y yo vivimos los divorcios de varios amigos, y hablamos sobre ello, a veces desde la distancia, y otras reviviendo sentimientos. Hemos sufrido nuestros divorcios desde perspectivas contrapuestas, teniendo responsabilidades diferentes cada uno en la ruptura de su matrimonio, y es difícil escribir sobre ello, pero, después de darle vueltas durante más de cuatro años, una vez superadas la rabia y el duelo iniciales, ahora que conozco otras historias, sigo pensando lo mismo: A los niños no les importa quién hizo qué, sino qué va a ser de su vida ahora, cómo se va a estructurar la familia; la pareja ya no existe. Es tentador ser «el bueno» y no tener la culpa de la ruptura, pero no es así, y a ellos no les aporta nada saber si el otro la tiene. La tentación es aún mayor si es el otro el que les mete de lleno en los cristales del matrimonio roto, pero ahí es cuando más necesitan un padre que les saque de ahí… Es muy difícil, pero creo que la única forma de explicar a tus hijos todo lo vivido con la cabeza bien alta, es siendo fiel a tus principios, porque todo será coherente: tus decisiones, tus actos, sus consecuencias… y quizá el respeto, ya que no el amor, haga que el invierno de ambos no sea tan duro y que la capa de amor propio que necesitemos, sea algo más liviana…